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VIH en Argentina: tienen menos de 30 años y conviven con el virus

Fuente: La Nación

Confesar que uno es portador y seguir el tratamiento son sus desafíos; hoy es el Día Mundial de la Lucha contra el SIDA.

Confesar que uno es portador y seguir el tratamiento son sus desafíos; hoy es el Día Mundial de la Lucha contra el SIDA.

Daniel Gauna había planeado el momento oportuno para contárselo a su mamá. Que estuvieran solos, que estuvieran en la casa de ella, que fuera una conversación amable. Iba a visitarla y, si pasaban un lindo día, no quería arruinárselo con “el disgusto”; si habían discutido, tampoco era el momento para lanzarle eso. Vivía el secreto como una esclavitud. Al final, se lo largó en un patio de comidas abarrotado de gente. “Salió así y fue un re alivio hablarlo con ella”, dice este joven de 25 años. Su mamá le contestó que se lo imaginaba, que estaba esperando que se lo contara. Y lo abrazó. Lo que Daniel no se animaba a contarle era que tenía VIH (Virus de Inmunodeficiencia Humana).

Esta charla, que Daniel vivió como una segunda salida del clóset -la primera fue cuando le contó que era gay- le cambió la vida. Ya no parecen quedar rastros de aquel que fue cuando toma la palabra para coordinar la Red Argentina de Jóvenes y Adolescentes Positivos (Rajap), un grupo que suele convocar hasta 50 chicos de entre 14 y 30 años en una casona del barrio de Once, en la ciudad de Buenos Aires, que en las redes sociales interactúa con más de 3000 y que tiene representación en todo el país.

En la Argentina, a tres décadas de los primeros reportes de casos de Sida (Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida), viven 126.000 personas con VIH. Según el boletín anual 2015 publicado por el ministerio de Salud, cada año se producen alrededor de 6000 nuevas infecciones y 1400 muertes a causa del Sida. Se desprende del análisis de los datos que existe un aumento de diagnósticos en varones de entre 15 y 24 años.

Ellos llegan, se presentan cada vez. Siempre hay alguien nuevo que habilita el ritual: cada uno dice el nombre, la edad y hace cuánto que vive con VIH. Es el prólogo para que se desanude la desconfianza, para que cada uno empiece a contar o a preguntar lo que quiera: cómo le va con la medicación, si tiene dudas sobre cómo compartir el diagnóstico con su pareja, o sobre cómo hablarlo con su familia, o sobre los cambios que nota en su cuerpo, o los miedos frente a un examen preocupacional. Entonces, la ronda va tejiendo esa red de sabia experiencia que son juntos.

La coordinadora del área de jóvenes de Fundación Huésped, Betiana Cáceres, se ocupa de diseñar y llevar adelante distintas actividades para este rango poblacional con VIH; lo hace en articulación con otras organizaciones. Señala que en el país “esta epidemia está centrada en particular en los jóvenes y, cada vez más, en adolescentes por relaciones homosexuales desprotegidas”. Y agrega: “Lo que vemos es que esto se relaciona con vivir esta orientación sexual con culpa, miedo a exponerla y eso lleva a no cuidarse”. Uno cuida lo que quiere y valora.

Las cifras del ministerio de Salud precisan que el 90% de las personas diagnosticadas en el trienio 2012-2014 contrajo el VIH durante relaciones sexuales sin el uso de preservativo. El análisis de las vías de transmisión de varones indica que entre los jóvenes de entre 15 y 19 años hay un 55,5% de diagnósticos positivos por relaciones sexuales sin protección con otros varones, un 33,2%, por relaciones con mujeres y el resto por el uso compartido de material para el consumo de drogas. Este patrón se va invirtiendo a medida que aumenta la edad.

“Si bien hay una hipersexualización en los medios, por otro lado la sexualidad sigue siendo tabú, no se habla en profundidad. Por eso insistimos en que en este país de alta escolarización hay que garantizar la educación sexual integral en las escuelas, para que esto se traduzca en prácticas más saludables para todos”, opina la referente de jóvenes en Huésped. Uno de los desafíos es desarticular los imaginarios negativos del VIH, que se vinculan con una epidemia de muerte.

Entra Carolina, una muchacha delgada, morocha, con un piercing en la boca. Deja su mochila enorme para su metro 50 y pico, saluda, sonríe y se va a preparar el mate. Cuando se suma a la mesa dice que tiene 26 años y que nació con el virus. “Hace 20 años que tomo retrovirales, ya tengo lipodistrofia, que es un efecto que producen las grasas malas de los medicamentos”, dice. Luego, relata, para quienes no la conocen, su historia desde el principio. “Nací en el 88. Mis padres consumían drogas. Cuando tenía 6 años me empecé a sentir mal yo y mi papá. Ahí mi mamá me llevó al médico del barrio y le dijo que parecía algo muy grave. Nos derivó al Fernández y nos diagnosticaron VIH a los tres”, dice.

Como en esa época era todo muy tabú, así fue tomado en su familia, una familia “bien” con un pasado oscuro con las drogas. “Mis viejos no pudieron buscar la contención que deberían haber buscado en lo emocional. Porque no alcanza con los retrovirales y la información que el médico te da”, aclara. “Mi adherencia fue perfecta hasta los 14 años, cuando entré en crisis y abandoné todo”. Allí empieza un relato de confusión, excesos con drogas, abandono de la medicación. “Yo no pude hablar de lo que sentía. Una persona que tiene miedo de morir, que está enojada con la vida, que se siente discriminada no puede llevar a la práctica el cuidado de su salud”, dice.

Primero la estabilidad, después la conciencia, luego el cuidado.

Terapia de por medio, recién a los 23 logró zafar de las drogas y retomar el tratamiento. Para entonces, su madre ya había muerto de hepatitis C, una de las “enfermedades oportunistas” en alguien hipermedicado y con bajas defensas. “Tuve muchas sobredosis. Casi muero. Comprendí que si no trabajaba el tema del VIH, que es lo que trazó mi identidad, no podría avanzar. Aquí estoy”.

La coordinadora del programa de Adherencia al tratamiento en Fundación Huésped, María Celia Trejo, aclara que el abandono de la medicación es el principal problema de los jóvenes. Distingue dos situaciones: los que nacieron con VIH (transmisión vertical de la madre al hijo), como es el caso de Carolina, y los que recibieron el virus por relaciones sexuales sin protección. “Ambos tienen en común la adolescencia: cambio de carácter, de personalidad, el nacimiento a la vida sexual, lo que hace que vivir con VIH no sea tan fácil para ninguno”, aclara.

Luego avanza en las diferencias: “Para los chicos que vienen ya con su historia de transmisión vertical, que están tomando medicación desde chiquitos, hay un factor común que es el abandono del tratamiento. Empiezan a tomarla mal y llegado los 18 es terrible porque abandonan, les interesa más salir, ir a bailar. Parecería que la medicación les recuerda algo que no los hace feliz, como si al no tomarla desapareciera todo lo demás”. Y contrasta: “Los jóvenes que se encuentran en plena adolescencia con esto es traumático porque es el arranque de un montón de cosas, con las hormonas a full, algunos que son homosexuales aún no han blanqueado eso con su familia y llegan con lo del VIH. Aparece esto en el camino y a algunos les cuesta mucho enfrentar el tratamiento, la vergüenza, el cuidado”.

El riesgo que corre una persona que abandona el tratamiento es que esa medicación que había funcionado, que había logrado que el virus quedara inactivo empiece a activarse. Un virus activo daña el sistema inmunológico y pueden desarrollarse “enfermedades oportunistas”. El Sida se declara cuando las defensas están muy bajas (linfocitos T CD4 inferior a 200 células por milímetro cúbico de sangre) y la carga viral es alta (mayor a 100.000 copias), escenario ideal para el desarrollo de infecciones. Con pesar la especialista dice que le tocó acompañar a jóvenes de 17, 19 y 22 años que murieron por abandonar su tratamiento.

El alcohol también es un factor que complica a los adolescentes. Por un lado, en la prevención, ya que si están borrachos no se acuerdan de usar un preservativo o puede que lo coloquen mal. Y por otro porque el alcohol potencia efectos adversos en algunas drogas.

Carolina vuelve a tomar la palabra entre los jóvenes de Rajap. “El Sida mata por una dificultad emocional”, dice, enfática, segura de lo que pudo elaborar en su camino de excesos, crisis, rehabilitación y enojos con la vida. “Porque no es imposible vivir tomando retrovirales, pero esta es una enfermedad social y al interactuar con otros empiezan los miedos, las preguntas: ¿podré ser madre? ¿alguien me querrá si tiene que usar forro toda la vida?” Todo esto hace que la persona se empiece a enojar con la situación y abandone el tratamiento o tenga una vida de excesos que no debería si quiere vivir.

Muchos caen por falta de amor, se escucha varias veces en la sala.

Mauro tiene 17 años. Dos relaciones sexuales sin protección le bastaron para recibir su diagnóstico de VIH positivo hace tres meses. Su mamá lo había acompañado. “Me dijo que no me iba a dejar solo”. Sentir ese apoyo fue fundamental para él, pero aún así no pudo evitar la “sensación de vacío”, de que su vida estaba perdida. Dos días después del diagnóstico, seguía tirado en la cama sin querer regresar a la escuela. “Así empezamos mal”, recuerda su madre que le dijo. Mauro quería evitar el momento más doloroso de su vida: hablar con sus amigas.

“Estuve pensando cómo les iba a decir a mi grupo de amigas. Llegué y les pedí que salieran del curso porque no quería que se enterara nadie más. Les conté y se pusieron mal, yo me puse a llorar”, recuerda. “Lo más feo de todo esto fue contarle a mis amigos. Esa situación de contarlo y que me digan que todo iba a estar bien fue feo”.

Dice que pasado ese momento, su vida siguió normal: que sale, que toma algo de alcohol, sólo que se sumaron las pastillas. “Tomo tres pastillas por día, después de cenar y antes de acostarme. Me pongo la alarma del teléfono, aunque no me olvido: están en la heladera, cada vez que la abro las veo, vuelvo del colegio y están, todo el tiempo están ahí”.

Mauro casi no alza la vista cuando habla de sí. Le cuesta, pero sigue su relato. Dice que el grupo le dio información y ganas de formar a otros. “Yo no sabía nada del VIH y me pasó. Muchos chicos de mi edad no están informados, no se cuidan. No quiero que les pase lo mismo”, dice. Así explica por qué ingresó a la red de jóvenes. Su timidez por momentos muta en entusiasmo. Parece feliz de haber logrado que la directora de su colegio aceptara que Rajap dé un taller el año que viene.

El coordinador del grupo lo sintetiza así: “Lo que falta es información. Somos una generación que se está infectando por descuido, por no hablarlo, jugando con eso de que existe una medicación y tomándoselo a la ligera”.

Carolina, activista de esta causa que nació con ella, también se considera parte del cambio. “Nosotros estamos accionando. La sexualidad es un tabú, el VIH lo es más. Acá estamos para hablar”, dice y sus palabras entusiasman a todos.

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