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Masculinidades: entre el espejo y la cloaca

“Si tantos discursos y tantas voces se levantan y se levantaron en esta semana para encontrar sentido a la escena insoportable de diez muchachos de 20 pegándole hasta la muerte a otro en el piso es porque el espejo está pulido y esquivarlo no sólo es un error, es un peligro, un riesgo constante, una ruleta rusa.”

Por Marta Dillon (Página 12)

Los varones están hablando de sus cuerpos, desde sus cuerpos; están templando una voz para nosotras y nosotres conocida, esa que enuncia de qué se trata la experiencia de tener un cuerpo que siempre llega antes que cualquier otra presentación.

Tímidamente –pero siempre saludados por su “valor”–, los varones heterosexuales están poniendo en juego lo que significa un pene tildado de chiquito, el miedo a los ritos de iniciación en clubes o cofradías varias, la dificultad de decir No y quedar fuera, la falta de fuerza física. Se los puede leer en las redes y en los medios, envían mensajes diciendo que quieren contar más de lo que pasa en los vestuarios, están dispuestos, parece, a enunciar lo no dicho por sus propias bocas.

No son la mayoría, la primera persona capaz de narrar esas vergüenzas, esas nimiedades hechas de pelos, arrugas, grasa, fluidos, canas, dolor y temblor son un territorio en el que nos movemos con soltura y a la fuerza quienes acumulamos la experiencia de ser empujades por los toboganes del juicio permanente, la exclusión, los partos, las manchas de menstruación, los abortos, el abuso sexual, la violación. Parto, aborto, menstruación, menopausia son hechos de la vida reproductiva, hechos de la vida; sin embargo se viven con violencia también. Cuerpos feminizados, cuerpos devaluados, cajas de resonancia de voces que se hacen barricada para vivir una vida que valga la pena.

Los varones heterosexuales no siempre viven el cuerpo como potencia aunque a eso están exigidos, pero esa vergüenza de que sus genitales no encajen, sus músculos no sean lo suficientemente duros, su coraje no sea traducido en sometimiento de otres, sus éxitos no cuenten en los mandatos de esa masculinidad rancia que ahora se denuncia las más de las veces está enmascarada, aparece brutalmente en los números de suicidios –adolescentes la mayoría–, de accidentes que ocurren por necesidad de ponerse a tono con el imperativo del valor y la prepotencia. Aparece como un desgarro cuando ese imperativo se convierte violencia homicida: los femicidios, los travesticidios, las violaciones en manada, las violaciones correctivas; el asesinato de Fernando Báez, entre tantos otros que suceden cotidianamente en las cercanías de los boliches pero perdidos en el conurbano.

Esa brutalidad que acumula lágrimas de dolor y bronca, esta vez, tal vez, podría ser un punto de inflexión para quebrar el pacto que cobija en la cofradía el deprecio, la violencia, el uso de otros cuerpos como cosas. Sobre este cadáver tan joven y este duelo colectivo por esa vida aniquilida, tenemos que construir otras formas de vida, juntes. No ha sido suficiente hasta ahora que se llenaran calles y plazas que claman que todos los cuerpos cuentan. Ni la rebeldía de los cuerpos y los goces disidentes que desafían a diario la norma patriarcal. No alcanza con todas las que se paran sobre sus propios pies y enfrentan al poder de la fratria para denunciar la violencia sexual, como pueden y no como se pretende que es correcto.

Como fue con el soldado Carrasco que al ser asesinado, desde la oscuridad de la muerte, logró que se termine con la humillación institucionalizada del servicio militar obligatorio; así tendría que ser con Fernando. Que dejemos de infantilizar a los varones explicándoles qué es violencia, qué es acoso, qué es abuso. Lo saben, lo saben en sus cuerpos, síganlo diciendo; que crezca el coro de voces y que construya su propio No, su basta ya, que empiece de una vez a diseñar su manera otra de estar en este mundo que no es cruel porque sí sino porque así se lo hizo.

Caminamos sobre una tierra que se colonizó a fuerza de genocidio y de violaciones masivas de las mujeres indígenas. Con la misma cruz que alguno de los agresores de Fernando llevaban en el cuello. Estos varones que conocemos y que ahora intentan rasgarse los vestidos con los que se construye su género están hechos también con los discursos de las iglesias, del éxito como posesión de bienes y servicios de lo que consideran Sus familias, las familias que van a misa o al templo y que siempre tienen a mano la imagen del ángel exterminador, del apocalipsis de muerte para quienes no se disciplinan. Y de la acumulación capitalista para los obedientes.

“Fuimos nosotros, sí”, dijo un rugbier o un ex rugbier en redes sociales y tiene razón. No queda otra que mirarse en el espejo de esa patada dada a un chico inconsciente, como habría que mirarse en el espejo de Higui de Jesús que ahora enfrenta un juicio por haberse rebelado frente a la crueldad de ese rito –sí, rito– de la violación correctiva. A esa lesbiana le iban a dar una buena poronga y no sólo para que deje de ser lesbiana, para que deje de usurpar la identidad masculina que tan bien se construye en gimnasios, cuarteles, templos, bancos, boliches, canchas.

Si tantos discursos y tantas voces se levantan y se levantaron en esta semana para encontrar sentido a la escena insoportable de diez muchachos de 20 pegándole hasta la muerte a otro en el piso, que además era morocho, que además era paraguayo e hijo de un portero mientras los otros podían jactarse de sus privilegios de clase media blanca, conservadora y con aspiraciones es porque el espejo está pulido y esquivarlo no sólo es un error, es un peligro, un riesgo constante, una ruleta rusa. Otra vez puede ser tu hijo, y no sólo el que quedó en el piso, puede ser el que en la cofradía se sienta obligado a dar la patada. Como en ese libro de Luis María Pescetti que mi hijo de 11 odia por su crueldad, en el que un chico tímido termina matando un pájaro para no quedarse más solo en el recreo.

El espejo está pulido pero mientras algunos empiezan a mirarse otros lo convierten en la cloaca donde depositar sus desechos –porque son los rugbiers y no los hombres buenos–, sus deseos de exterminio –y que violen en la cárcel a esos monstruos que son esos 10 distintos de todos y el castigo que merecen es ser convertidos en maricas o mujercitas–, el airado reclamo a las familias que educan mal mientras se aferran a sus cruces teñidas de la sangre de las brujas, les indígenas, los campos de concentración, les que mueren por abortos clandestinos –y es una enumeración corta–.

El homicidio de Fernando Báez Sosa es una interpelación urgente. Justicia es que no vuelva a pasar.

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