Por Liliana Viola (Página 12)
Lo primero que le sigue a una catástrofe natural y también a las calamidades de autoría exclusivamente humana, es el bautismo mediático. Para digerirlo o para empaquetarnos, el horror se archiva en el idioma universal del slogan. Los huracanes tienen nombre de mujer, el fenómeno marítimo que distorsiona el clima se llama “Corriente del Niño” y la violencia ejercida por un sujeto armado hasta los dientes contra una comunidad latina y homosexual que baila en una disco –inaugurada en los 90 con el nombre “Pulse” en homenaje al latido de la vida en tiempos del sida– entra en la historia como “La Masacre de Orlando”.
“El 11 de septiembre”, por ejemplo, es una etiqueta pasteurizada, que parece elegir una fecha objetiva frente a toda tentación del amarillismo mientras señala un Antes y un Después. 11/9 es el hito que amplía hasta la indefinición las atribuciones de Estados Unidos sobre los territorios considerados terroristas, enemigos de la gente de bien. La gente de bien, en esta ecuación, son los homosexuales, los pobres, los latinos, las mujeres oprimidas por bestias varias. Pero las ecuaciones cambian, o mejor dicho, atravesamos un orden mundial donde las exclusiones se superponen, se intercambian, se van jusificando entre sí, como si cubrieran o se encubrieran. Y así es cómo este crimen que parece tener todos los males del presente, generó una crisis de identidad en el relato. La de las víctimas que se silencia en la ciudad de Orlando y la de la Masacre cuyo móvil está en disputa.
La importancia de llamarse Orlando
“La Masacre de Orlando” remite a la serie “pueblito de la América profunda donde un loco mata a niños o adolescentes” y también a la lista difusa que Obama acaba de calificar como “el tipo de extremismo autóctono que nos tiene tan preocupados desde hace tiempo”. Tan preocupados que el director del FBI reconoció haber gastado más de un millón de dólares para tratar de descubrir los móviles de “El terrorista de San Bernardino” nombre con el que se conoce la matanza de 14 personas en California.
En este caso puntual, donde todo indica que alguien quiso entrar a una disco emblemática y gay para asesinar a la mayor cantidad posible, el movil del odio se pone entre paréntesis. La nomenclatura nunca es inocente. Naturaliza la aberración al incluirla en una serie, nos calma, se volverá a repetir, no nos va a soprender, nunca es única, siempre es la misma. En este contexto los lamentos y las condolencias a Orlando suena a un futuro ítem en los paquetes all inclusive para el turismo que se va para Disney .
La histórica Revuelta de Stonewall (junio de 1969) que marca un hito en la ética de la humanidad y en el activismo lgbtti no podría entrar jamás y no habría sido lo que fue si se la hubiera reprimido dentro de la serie de “Disturbios en Nueva York”. No casualmente se cumple un nuevo aniversario y se avecinan los festejos de su Orgullo.
Mercado de móviles
El padre del asesino sale a pedir disculpas aclarando que su hijo mató por cuestiones homofóbicas y no religiosas. Para una familia de origen afgano – pero no sólo para ella- es mucho más aceptable en un país experto en convertir a los propios en extraños, ser un terrorista homofóbico que un sospechoso por portación de cara. El asesino, en cambio, prefirió atribuirlo a otra causa y juró lealtad a un grupo terrorista islámico. Al rato se anotó un tercer actor que se decidió por un mix: “Dios le permitió al hermano Omar Mateen, uno de los soldados del califato en los Estados Unidos, realizar una ghazwa (un ataque) en una discoteca de sodomitas en la ciudad de Orlando”, afirmó el boletín de la radio Al Bayan, de EI. Y siguen las libres interpretaciones. El Papa, que en 2010 alentaba a luchar contra el diablo que estaba metiendo su cola en el parlamento argentino para aprobar el matrimonio igualitario, ahora quiere que se castigue a los autores de tamaña violencia. Cuáles son los verdaderos móviles. En nombre de quién se cometen los crímenes.
¿Y si no es un problema de indefinición de móviles sino del órden que se ha descontrolado? Primero llega la provisión de armas, la sensación de justicia por delivery, la radicalización de la información, los intereses internacionales, los déficit internos en la gobernabilidad de cada estado, primero está la cultura del odio. Y luego se elige en la batería de móviles como en una góndola por qué se emprende la masacre, el atentando o la invasión. El padre del asesino fue más allá, expuso una coartada típica de serie americana de cuarta pero que ha de sonar como canción de cuna para muchos vecinos de aquí y de allá: “Vio a dos hombres besándose delante de su esposa y su hijo y se enfadó mucho”. ¿Cómo habrá hecho para evitar ese espectáculo durante toda su vida viviendo en una playa tan cerca del corazón de la mariconería for export? Y mucho más difícil si como aseguran algunos testigos, era un habitué de la disco. ¿Iría tan seguido para planear el crimen? ¿Iría como hétero curioso? ¿Era un gay tapado? Los comentarios homófobos que se multiplicaron en la web después de la matanza vuelven al viejo refugio del crimen pasional. ¿Era un homosexual homofóbico despechado?
¿Acaso esa descripción no lo bandea hacia la categoría de heterosexual? Enfin, aquí también se abre un mercado de ficciones identitarias donde las víctimas vuelven a ser culpables.
La música y el ruido
Muchas de las personas que estaban en la discoteca tardaron en entender lo que estaba pasando. Uno de los sobrevivientes aporta un detalle demoledor: confundió los tiros con la música. ”Pensé que era una canción de los Ying Yang Twins”, le dijo a la cadena radial NPR el joven Christopher Hansen. Se refiere a unos raperos del este de Atlanta, un área conocida por la violencia y la pobreza y contra las cuales estos hermanos afrodescendientes construyen su mensaje y salvoconducto de un destino marcado por un país que alimentra las desigualdades.
A la noche siguiente los monumentos emblema de los países civilizados se iluminaron con los hermosos colores del arco iris o la bandera gay, según quien los mire. Sí, también la Tour Eiffel, testigo de tantas manifestaciones homófobas y contra la inmigración. Las lucecitas de colores, no las de la fiesta, sino las que brillan en las calles el día después, pertenecen a esa lengua escueta del slogan. Mientras tanto, no hubo un aluvión de ridículos carteles atribuyéndose la identidad ajena como pasó en estas tierras con el “Yo soy Nisman” y en Francia con “Je suis Hebdo”. Decir “Yo también soy puto” aún no figura en el catálogo de las demostraciones de buena conciencia. Mientras tanto, los amigos gays de los heridos el primer día no pudieron donar sangre porque la presunción de contagiado, por ley, los deja afuera de el derecho la solidaridad. La emergencia hizo que se levantara provisoriamnete el veto. ¿La sangre de última vale en las últimas? ¿La sociedad sigue exigiendo martirios para levantar las barreras? En esta ecuación social, la homofobia cuenta con una tolerancia tan amplia que a veces llega a la celebración.
Mientras el odio –llamémolso transfobia, lesbofobia, islamofobia– no se persiga como una desviación vergonzante y en sus expresiones más ínfimas. Todos somos Mateen.
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