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“Llámame por tu nombre”: albaricoques demasiado maduros

Por Nicolás Sorrivas *

“‘Llámame por tu nombre’ es una película vieja, con un supuesto mensaje superador pero que termina sabiendo amargo, como una fruta que se pasa de madura”.

N. de la R.: la siguiente reseña contiene spoilers

Antes de comenzar a hablar sobre Llámame por tu nombre (2017, Luca Guadagnino), quiero proponerles un pequeño ejercicio: cerremos los ojos e imaginemos exactamente la misma película pero protagonizada por un hombre y una mujer. ¿La trama despertaría el mismo interés? En lo absoluto. Perdería el atractivo comercial, no tendría nominaciones ni ganaría premios, habría pasado desapercibida. Y, además, subrayaría una serie de contradicciones que, al poner el ojo en otro lado, pasan blandas frente al espectador, sin que le demos importancia. Entonces, ¿por qué estamos hablando de ella? ¿Por ser una buena película? ¿Por el atractivo visual de los paisajes del interior de Italia? ¿Por las grandes e inolvidables actuaciones? Seamos honestos. Hablamos porque está protagonizada por dos hombres, cuenta una historia de amor entre ellos, y su amor es “un amor prohibido”.

Parto desde esta argumentación, aún a riesgo de que se me tilde de contenidista, porque creo que Llámame por tu nombre es una película que pone el acento en el contenido. Y, al hacerlo, deja en evidencia su principal desacierto: el relato. Así, todo lo poético del film pierde sentido, ya que no hay identificación posible.

La película, escrita por el octogenario James Ivory, y basada en la novela homónima (que voy a dejar de lado, al menos en esta primera mirada sobre el film), relata la historia de Elio (Timothée Chalamet), un joven de diecisiete años en plena explosión hormonal. Un día, alejándose del calor de las chicas, pone su mirada en el esbelto cuerpo del recién llegado Oliver (Armie Hammer), un yanki treintón, asistente de su padre, con quien convivirá todo el verano. Entonces, sucede lo que estamos esperando: el pibe se calienta y quiere ponerla; el adulto ve carne fresca y flashea. Sin embargo, como ambos son hombres y todo sucede en una conservadora Italia de la década de los 80, tienen demasiados mambos en sus cabezas como para dejarse llevar. Entonces, se histeriquean. Mucho.

Si tuviéramos la posibilidad de quedarnos con las escenas de conquista, otra sería la mirada. Porque es en el acto de enamoramiento donde Guadagnino realiza sus mejores aciertos. No es para menos, la belleza de los protagonistas y el espacio en el que transcurre la acción son facilitadores para que esto ocurra.

Sin embargo, si logramos leer entre líneas, la película expone una subtrama que, a pesar de no estar subrayada, deja expuesta la verdadera intención del autor. Aún tratándose de un film que narra la relación entre Elio y Oliver, el director decide detenerse en dos escenas (bastante extensas, por cierto), en donde el joven tiene sexo con Marzia, un personaje del que poco sabemos (sólo que es joven, sólo que es mujer). Elio se siente cómodo con esta chica, no tiene miedo, más bien tiene experiencia. Sin embargo, cuando por fin se concreta el encuentro entre los dos hombres, la cámara se vuelve bastante pacata y, como en un film de los 80, intuimos que tuvieron sexo porque amanecen juntos y desnudos. ¿Acaso esta decisión estética es una metáfora de lo que significaba tener sentimientos como los de Elio y Oliver en esa década? No. Esta decisión estética es idéntica a lo que sucedía en tiempos del código Hays, donde una historia de amor entre dos hombres no podía ir más allá de un juego de miradas.

¿Cuántos besos hay entre Elio y Oliver en Llámame por tu nombre? ¿Cuántos besos de lengua? Todo en la película está intuido, excepto lo socialmente aceptado. He leído a varios críticos valorar la escena en la que Elio se masturba con una fruta. La cámara desnuda la intimidad del adolescente en la escena más sensual de la película. Elio descaroza la fruta y la penetra hasta acabar en ella. En ese mismo instante, entra Oliver y descubre el juego inocente y la vulnerabilidad del adolescente. Un relato moderno hubiera mostrado cómo Oliver se devora esa fruta. Pero Guadagnino no logra cruzar esa barrera y se detiene, por miedo, en el instante anterior. Ahí es donde Elio se desarma y se define así mismo como “enfermo”, le impide a Oliver que coma la fruta, y se larga a llorar. No nos dejemos engañar; Llámame por tu nombre es una película vieja, con un supuesto mensaje superador pero que termina sabiendo amargo, como una fruta que se pasa de madura.

Es así como termina convirtiéndose rápidamente en un film políticamente correcto, en una película que narra una historia de amor entre dos hombres “apta para todo público”. Es una historia sin riesgos que, ni siquiera, acentúa la diferencia de edad entre los personajes. Acá, Mr. Robinson viste como un péndex, y Benjamin está bastante crecidito.

Hacia el final, hay una luz de esperanza en la conversación que tiene Elio con su padre, días después de la partida de Oliver. En la escena, el viejo da a entender a su hijo que lo que vivió en el verano fue algo bueno. Y agrega que, en el pasado, él tuvo una posibilidad similar y la dejó ir. Es acá en donde el film habla en tiempo presente. Acá es donde James Ivory nos muestra la evolución del pensamiento de la sociedad. Acá es donde deberían venir los títulos y el final de la película. Pero (siento que esta mirada sobre Llámame por tu nombre esté llena de “peros”), lamentablemente, fundido mediante, autor y director, vuelven a arruinar el relato cuando, en el invierno, Oliver llama a Elio para contarle que va a casarse con una mujer. Una elipsis completamente innecesaria y un dato que subraya la mojigatez del film recordándonos, otra vez, que estamos en un universo heteronormativo.

*Nicolás Sorrivas es un dramaturgo argentino autor de las obras Santos de yesoGordofobiaNo te mates en mi casa y Pan de leche.

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