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Monseñor Aguer en su butaca ardiente

Por Alejandro Modarelli (Suplemento SOY) 

El monseñor Aguer, que ya es conocido por sus posiciones reaccionarias, ha sido el que decidió lanzarse a escribir esta vez una suerte de reseña cinematográfica en la que en lugar de estudiar los méritos o desaciertos artísticos o técnicos de “Llámame por tu nombre”, aprovecha para descargar sus prejuicios religiosos y su desprecio por la comunidad LGTBIQ. (Fuente: Indiehoy)

Hay que admitir que la lengua –oral y escrita– del arzobispo de La Plata, monseñor Héctor Aguer, es elegante, sarcástica y, en cierto modo, untuosa. Confieso que sus maneras ejercen sobre mí cierta fascinación, inquietan ciertas zonas de mis fantasías, como con Benedicto XVI: ambos podrían componer una pintura neoclásica, habitada por una figura siamesa de ángeles que luchan contra la irrevocabilidad de los tiempos. Además, los dos suelen meter la pata, meter la lengua, ahí donde saben que brotarán tormentas colectivas. A Aguer no le importa. Creo que lo disfruta. Tanto como yo al imaginármelo de civil e incógnito en un cine platense donde pasan Llámame por tu nombre, repasando las pocas sombras que lo acompañan en la sala en su safari teórico voyerista. El objeto de análisis ya lo conocemos: un film sobre una primera experiencia de la homosexualidad. Su Eminencia Reverendísima se ha decidido a inaugurar una nueva tribuna de doctrina cinéfila dentro de la Iglesia argentina. Aunque no creo que abomine de las filosofías en los tocadores, Aguer prefiere filosofar en solitario desde el más acá de la pantalla, haciendo anotaciones ardientes sobre una obra que –calculo– ya le había sido comentada, y por varias razones le interesó. Hundido en la butaca, convertido en carne que sueña, se agita y piensa, el artículo posterior que emergió de esa aventura fue el producto de su compromiso histórico con la cuestión que más lo abruma: el coito fuera de la ley, lo que Pablo en el Nuevo Testamento reprochaba a los cristianos paganizados de Corinto con el nombre de arsenokóitai, algo mucho más amplio que el solo sexo entre varones, pero Aguer -es obvio- prefiere ceñirse a él.

Ya navegando en su butaca por el túnel del tiempo, el arzobispo observa las miradas sensuales del efebo Elio, un pibe de diecisiete que es uno de los dos protagonistas, dirigidas al bello Oliver, el otro, de visita en Italia para compartir un tiempo con su profesor de la universidad, que ahora está en plena tarea arqueológica. Los dos protagonistas pronto serán atravesados por la flecha del Eros griego, en una reconstrucción sobre las ruinas de la vieja institución mediterránea de la efebía (el autor del libro, André Aciman, nació en los cincuenta en el ambiente mediterráneo egipcio, aún bastante parecido con sus amores entre adolescentes). Esto es, un pendejo al que aún no le ha crecido la barba, y un chongo que cae rendido a los encantos. En fin, siempre en la antigüedad se discutió sobre las regulaciones de ese vínculo, ya desde los tiempos del Banquete de Platón. El mayor debe cortejar al menor, que le irá abriendo sus primicias pero sin dejar entrar de golpe el caballo de Troya. Toda una tarea de encantamiento la de los griegos y la de estos dos muchachos; el Eros-amor es una especie de embrujo, que requiere varias sesiones de terapia carnal. El masaje inaugural de Oliver a Elio, dice Aguer, es el mensaje de la futura consumación del arsenokóital (el garche) después de besos, caricias e infaltable sumersión en el mar.

¿Por qué insisto en esa compleja cuestión griega que tanto gusta a la lengua –oral y escrita– de Monseñor? La razón es que en ese viaje en el tiempo hacia el choque entre la cultura judeocristiana y la pagana, Aguer decidió actuar de San Pablo y recorrer en su fantasía el mediterráneo lúbrico, donde en muchos templos se armaban tremendas orgías plurisexuales y el éxtasis supremo consistía en que algún loquillo se cortara de una el pito para ofrecérselo a alguna diosa. El papel de Apóstol furioso contra las costumbres paganas le encanta a nuestro voyer, y la película le vino como anillo arzobispal al dedo.

Convertido entonces en Pablo, Aguer no tiene inconveniente de pedir ayuda al judío Freud (judío como los protagonistas) para ensayar una condena conjunta del romance homosexual. Resulta gracioso que, en esa sobreactuación, encuentre auxilio en La introducción al psicoanálisis, donde Freud enumera las perversiones, ocultando que el derrotero freudiano sobre la homosexualidad fue variando a lo largo de su vida, y que el vienés repudió la insistencia puritana de los estadounidenses sobre la sodomía. Incluso apoyó de su puño y letra la legalización de la homosexualidad, exigida por el activismo en Alemania. O sea, Aguer mete la lengua ahí donde Freud (“el genial y controvertido pensador del siglo XX) ha decidido sacarla. Se escandaliza de que Oliver le diga a Elio, después de la cogida, que “no hicieron nada vergonzoso”, invirtiendo la condena de Shavé contra Adán y Eva. Por el contrario, los muchachos han cumplido con el programa platónico de fundirse el uno en el otro por obra de Eros. Llámame por tu nombre. El discurso este me recuerda las palabras que un Abad brasileño le repetía a un pibe menor, que años después conocí, con el que se acostaba en la Abadía: “lo nuestro es amor de verdad, no hay nada impuro porque proviene de Dios”. Ese amor bueno es el mismo que el padre de Elio, enterado del romance, le anuncia al hijo, a quien ve llorar porque el amante regresó a su país. Un padre que comprende aquello porque de joven también lo había experimentado.

Así, hemos asistido, bajo la mirada de Monseñor, al esgrima entre el Eros griego y el Agape cristiano. Aguer está aterrado por la indiferenciación de los sexos, por la fusión de los dobles, porque se tome como natural lo que es antinatural. Pero su lectura de la Biblia no es que atrase, sino que padece de los males de la modernidad. Es casi una lectura coránica de la Biblia. Olvida el centro inmutable del mensaje cristiano, que es la Cáritas, para entretenerse en las partes picantes de las cartas de Pablo a los Corintios. Obliga al Libro a decir aquello que siempre está puesto en debate, descontextualizado, como hacen los evangélicos, para así justificar en la esfera pública la impiadosa injusticia jurídica contra los disidentes.

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